PROTAGONISTAS:
Fecha: 03 de Noviembre de 2014
Entrevista de El Norte de Castilla
La trasera del taller que Manuel Simón (Torregamones, Zamora, 1923) tiene en la calle Villanueva es un ábrete sésamo, el armario de un cuento de hadas, la llave para el cofre del tesoro. Está la puerta medio entornada en este otoño de fiebres y por el quicio se adivina la afanosa figura de Manuel, volcada sobre la mesa de operaciones. Le está dando golpes a una vieja lata de aceitunas que pronto será regadera. O candil. O reclamo para perdices. A su espalda cantan, en sus jaulas, los dos canarios del nieto. No tarda en llegar su amigo Pepe (que estuvo en Alemania y luego trabajó en Tecnauto) para dar los buenos días y llenar la mañana de recuerdos.
Habla Manuel, a sus 91 y pico, y el reloj se queda mudo.
«En casa éramos tres hermanas y yo, el único varón y el mayor. Así que desde pequeño me tocó ayudar a mi padre». Su padre, también Manuel, era hojalatero, peluquero, labrador. Y el hoy vecino de las Delicias se convirtió en aprendiz de todo. «Con seis años ya me tocaba sujetar la palangana, lavar la cara y con la brocha darle jabón a los hombres que, cada ocho días, se venían a la barbería a afeitar». Lo de cortarse el pelo tocaba una vez al mes. De aquellas enseñanzas, Manuel conserva aún la maña suficiente para afeitarse (él solo, sin ayuda) con navaja. De atender la parcela (cultivaban patatas, garbanzos…) que araban con un percherón, Manuel consiguió una buena mano con los caballos. Y la vertiente hojalatera del padre (fabricaba faroles, aceiteras, embudos, regaderas, candelas o cántaros de leche)le ayudó en su devenir como fontanero y en la afición que, ya jubilado, ha comenzado a alimentar.
Este taller de la calle Villanueva, con la puerta entreabierta para que la vida pase y se le pueda decir hasta mañana, conserva alguna de las piezas que fabrica Manuel. Cada día, una nueva regadera. Las prepara, paso a paso, con grandes latas de aceitunas o atún que se trae del pueblo o le guardan en las tiendas de encurtidos de la calle Sevilla y General Shelly. Con estos botes –acaso de judías, de fabada– puede fabricar también candiles. Recorta y alisa las latas, las retuerce para hacer los caños, las perfora para el lugar por el que luego caerá el agua. Y después, las apila en el taller para venderlas más tarde en el mercado del pueblo de Zamora, para regalarlas a los amigos.
Desde el colegio
Habla Manuel, a sus 91 y pico, y las prisas se sientan a escuchar.
«Pero con todo lo que tuve ayudar a mi padre, no me quitó del colegio». Todavía recuerda la última lección que recibió de don Bernardino, el maestro. Allí en la escuela aprendió «la ortografía, a sumar, a restar, el sistema métrico decimal, la regla de tres y la del tanto por ciento, también algo de álgebra». Con 14 años, don Bernardino le dio una palmada en la espalda y una frase que aún pervive:«Manuel, ya sabes todo lo que te puedo enseñar. Ya estás preparado para ir por el mundo».
El servicio militar le trajo a la Academia de Caballería de Valladolid. ¡Como peluquero! En el escuadrón de tropa. Coincidieron ese año tres o cuatro quintas, así que había cabezas de sobra para pelar. El problema fue que a la vuelta de un largo permiso, Manuel se encontró con que se habían licenciado dos promociones, habían menguado las cabelleras y ya no era necesario disponer de un barbero. «Me pusieron a limpiar caballos. Eran dos y estaban muy resabiados, tenía miedo de que me dieran una coz o algo. Y se lo comenté al capitán del escuadrón, Fernando de Meer Pardo, por si podía hacer algo». Y sí que pudo. En diez minutos tenía nuevo destino como asistente del capitán Eduardo Represa. «Me encargaba de llevar el pan y la leche, de limpiarle las botas y espuelas…También le cortaba el pelo a sus hijos. Él además era profesor de equitación». No quiso Manuel estar cerca de caballos y le tocó tratar con el del capitán. «¡Menudo caballo! ¡Saltaba como un corzo! Se levantaba de manos como una vela. Menudo temperamento. Una vez tuve que acompañar al capitán a una competición a Cáceres y todos los días debía llevar el caballo desde la hípica al cuartel. Había compañeros que tenían la misma labor. Ellos iban montados a caballo y yo lo llevaba a pie porque no me atrevía a montarlo de tan malo que era. Hasta que un día le dije:‘Voy a echarte los pantalones encima, a ver qué tal te portas’». Y con un par de caricias en el lomo, el caballo dejó que Manuel lo montara. «Incluso el capitán me preguntó:‘Pero Manuel, ¿qué le has hecho?’». Yuna sonrisa se dibuja hoy en su rostro cuando lo recuerda. Pudo quedarse allí, en el Ejército, pero a los cinco meses, Manuel decidió no pedir prórroga, licenciarse y volver al pueblo. Después llegaría familia. Un hijo.
Hasta que, allá por los 50, su tío Ángel le mandó una carta. Habla Manuel, a sus 91 y pico, y la mañana se para y pregunta:¿Qué decía la carta?
«Pues que se traspasaba una peluquería entre Puente Colgante y la calle Magallanes, por si me interesaba. Así que volví a Valladolid, ya con la familia. Lo que pasa es que pedían mucho por el traspaso, yo estaba recién casado, no tenían un real. Así que me acobardé. Mi tío tenía un local arrendado en el Paseo de Zorrilla, donde está el torreón de Las Mercedes, y me dijo:‘Si quieres, lo compartimos y lo pagamos a medias’». La respuesta fue sí. Manuel montó una fontanería. Cuenta que primero fabricaba comederos y bebederos y material agrícola para las granjas. «Luego empecé a poner canalones». Después, fontanería pura y dura. Grifos y riego. Por ejemplo, en La Corala, en los bloques de viviendas cercanos al puente Mayor.Llegó a tener muchos obreros a su cargo. También, cuando allá por los años 60, se vino a vivir y trabajar a Delicias.
Y aquí lo encontramos. Entregado a sus aficiones. La artesanía de lata por la mañana («antes hacía candiles de bronce y cobre, pero la materia prima se ha puesto muy cara»)y la partidilla de cartas por la tarde (al perrero). Por ejemplo, en La bodeguilla de la plaza del Carmen.
Habla Manuel, a sus 91 y pico, y no hay boli para anotar tanta vida.
Un día, ya como fontanero, estaba trabajando en una casa de la calle Claudio Moyano cuando vio por la ventana que pasaba un viejo conocido. «Así que bajé a la calle y me presenté», recuerda Manuel.
–Voy a tener el gusto de saludar al capitán que fue del escuadrón donde yo serví y le estoy agradecido por un favor que en su día le pedí–, le dijo. Y Manuel se presentó. Le contó la historia de la peluquería militar, de su destino en caballerizas, de cómo le pidió ayuda y la obtuvo. «Fernando de Meer, que vivía por la zona, se acercaba todos los días hasta Duque de la Victoria para coger El Norte y, cuando lo vi, no pude evitar presentarme para darle las gracias». Le cambió la vida. Años después, también vería a su segundo valedor: Eduardo Represa, el capitán que intentó que siguiera en el Ejército. «Me lo encontré un día que estaba cobrando facturas por Zorrilla. Él iba paseando. Me presenté. Me preguntó por mi vida. Le dije que era fontanero y me comentó que sus padres necesitaban uno. Así que fui a su casa de la calle Regalado a cambiarles los grifos».
Una sonrisa le roba por un momento el hueco a las palabras. Habla Manuel, a sus 91 y pico, y todavía quedan ganas de escucharlo.
Más información…
Fuente: El Norte de Castilla.
Redacción.
Hola Manuel:
Soy Pepe Ruiz, seguro que me recuerdas como yo a ti. Me ha gustado mucho leer tu entrevista y compartimos muchas cosas. Entre ellas, el recuerdo de D. Bernardino, al que tanto le debemos los que fuimos alumnos suyos; también compartimos la afición por la caza, recuerdo cómo al atardecer ibas montado en la bicicleta para atrapar unos conejillos a la espera y cómo asentabas la navaja barbera sobre un cuero y tantas cosas más…
Te felicito por la entrevista contándonos esas cosas; yo también en su día hice la mía y seguro que muchos paisanos más podrán contar la suya pero no son tan valientes como nosotros 😉
Felicidades y un abrazo,
Pepe.